martes, 7 de junio de 2016

Semillas contra todo riesgo

Hay fenómenos a gran escala que, de tan globales, son difíciles de enfocar en toda su dimensión. La pérdida debiodiversidad inducida por la acción humana afecta a todos los ecosistemas del planeta, a la flora, a la fauna, al conjunto de seres vivos sin distinción. Quizá por eso la reciente celebración del Día Internacional de la Diversidad Biológica puso la lupa en un aspecto específico y crucial: los cultivos que han sustentado la agricultura en los 12 últimos milenios y los que tendrán que alimentarnos en las próximas décadas, en medio de un cambio climáticoinexorable. El llamamiento se resume en un término clave: variabilidad genética.
En el mundo hay en torno a 400.000 especies botánicas diferenciadas y de ellas unas 7.000 son plantas comestibles, segun calculos de la Fao.
Sin embargo, este amplio menú vegetariano es un espejismo. Apenas 30 cultivos cubren el 95% de la dieta global, sostenida sobre tres pilares básicos. El trigomaíz yarroz, los tres principales cereales domesticados por el hombre, proporcionan la mitad del aporte energético diario a la población mundial. En Norteamérica y Europa occidental el trigo representa una quinta parte de las calorías ingeridas.
Hay unas 7.000 plantas comestibles, según la FAO, pero 40 cultivos cubren el 95% de la dieta global
Esta concentración en un puñado de especies no es nueva, aunque fue a más a partir de los años 60. La Revolución Verde dobló la apuesta por una agricultura de alto rendimiento con semillas mejoradas muy productivas, genéticamente homogéneas, dependientes de riego abundante y otros insumos, fertilizantes, plaguicidas, gestión mecanizada, etc. Un modelo que ha logrado sacar del hambre a millones de personas en países pobres gracias a cosechas enormes y precios bajos, pero también ha deparado la mayor pérdida de biodiversidad agraria de la historia.

En el último siglo han desaparecido de los campos al menos tres cuartas partes de las variantes botánicas cultivadas. Lo que hoy siembra y cosecha la agricultura comercial de gran consumo en todo el mundo es una minúscula muestra de las 200.000 variedades de arroz existentes, de las 125.000 de trigo, más de 30.000 de maíz, 4.500 clases de patatas, 2.500 de zanahorias, al menos 1.400 tipos de bananas o 3.000 de cocos, por citar solo algunos ejemplos. Y otro tanto puede decirse de numerosas especies forrajeras para el ganado.

La uniformidad ha empezado a pasar factura: los cultivos se han vuelto más vulnerables a las plagas, que se han inmunizado frente a pesticidas y herbicidas, los suelos se agotan a ritmo acelerado. Problemas serios agravados aquí y allá por el aumento récord de las temperaturas y el azote alterno de sequías e inundaciones, fruto de anomalías en los patrones de lluvias en todas las regiones. El muy prudentePanel Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) de Naciones Unidas estima que la producción agraria mundial caerá un 2% en las décadas venideras. Mientras, la población crecerá un 14% al decenio, hasta los 9.000 millones en 2050. Si la ecuación se cumple, la seguridad del sistema alimentario se tambalea.

En ese contexto de incertidumbre, al que hay que sumar los desastres naturales y las crisis humanitarias recurrentes, losbancos de semillas aparecen como una póliza de seguros a todo riesgo. Hay más de 1.750 repositorios de germoplasma repartidos por el mundo (FAO, 2014) que almacenan un total de 7,5 millones de muestras fitogenéticas, aunque un buen número están duplicadas. El tamaño de las colecciones difiere mucho, así como las condiciones en las que operan, pero sus cámaras frigoríficas custodian semillas y material vegetativo de los principales cultivos de alimentación humana y animal. Entre ellos, variantes tradicionales o locales de corta distribución, infrautilizadas y conocidas solo por el campesinado, y más relevante aún, también de especies silvestres emparentadas. Constituyen un acervo de rasgos genéticos de valor incalculable. Son especies adaptadas de manera natural al estrés hídrico, que conservan en su ADN defensas evolutivas contra determinadas plagas y a menudo con valor nutritivo superior al de las variedades industriales que llegan a nuestras mesas.


Salvadas de la guerra

La célebre Bóveda Global de Semillas de Svalbard (Noruega), cercana al Polo Norte, ha acaparado titulares desde su apertura en 2008. Bautizada por los medios como la bóveda del fin del mundo, del juicio final o el arca de Noé de la agricultura, almacena ya más de 865.000 muestras entregadas por distintos gobiernos e instituciones. Sus fondos son copias de seguridad puestas a buen recaudo en previsión de eventuales catástrofes que pudieran comprometer los recursos para la producción alimentaria internacional. Ciertas críticas sobre la megalomanía del proyecto —gestionado por la organización independiente alemanaGlobal Crop Diversity Trust y el gobierno noruego— se acallaron al fin el año pasado. En septiembre la bóveda devolvió un depósito por primera vez: valiosos especímenes de trigo, cebada, lentejas y pastos típicos que los responsables delCentro Internacional de Investigaciones Agrícolas en Zonas Áridas (ICARDA) de Siria salvaron en 2012 de la guerra, poco antes de que la sede cayera en manos de milicias rebeldes. Las semillas se reproducen ahora en las nuevas instalaciones del centro en Líbano y Marruecos. Cuando vuelvan a duplicarse, un lote viajará de regreso al Ártico. El ICARDA es uno de los 15 grandes centros de investigación y bancos de referencia en el mundo —unidos a través de CGIAR, un consorcio internacional sin ánimo de lucro—, que tienen a su cuidado un millón y medio de muestras de cultivos considerados críticos, así como de especies forestales, ganaderas y piscícolas.

Frente a la singularidad de la Bóveda Global, que solo entrega las muestras a los depositantes originales, la razón de ser de la mayoría de los repositorios de semillas no es solo la conservación. “No somos museos”, subraya Isaura Martín, del Centro Nacional de Recursos Fitogenéticos (CRF-INIA), entidad de referencia para los 37 bancos españoles agrupados en REDBAG. Todos ellos ponen el material a disposición de científicos, productores, agricultores, etc. que buscan entre sus fondos variedades en muchos casos desaparecidas del mapa. “En los últimos años —destaca Martín— hemos observado que hay un movimiento importante de recuperación de variedades tradicionales, en muchos casos porque son especies de alta calidad, y también con fines de agricultura ecológica.”

Bien público

Aunque el germoplasma de especies cultivables es tan relevante como el petróleo o el agua, las fronteras sirven aquí de poco. Ningún país tiene suficiente patrimonio genético agrícola para garantizarse por sí mismo la alimentación; todos dependen en mayor o menor medida de cosechas lejanas. Esa interdependencia global obliga a considerar la diversidad genética “como un bien público conservado y disponible tan libremente como sea posible por todo el mundo”, señala la FAO.

El trasvase de semillas, las selecciones y cruces inherentes a la práctica agrícola han dispersado el acervo genético botánico. Y en cada nuevo escenario, sometidos a presiones ambientales distintas, los seres vivos evolucionan, su genotipo cambia y genera variabilidad. Así que es muy probable que la respuesta a los problemas de los arrozales vietnamitas esté en un rasgo adaptativo de variedades desarrolladas en otro continente, diferenciadas después de siglos de hibridaciones, o incluso en parientes silvestres. Un tipo de arroz salvaje ayudó a desarrollar variedades resistentes al virus del raquitismo folioso, y los productores canadienses de lentejas encontraron en varios genes de la Lens ervoides espontánea una mayor resistencia frente a los hongos.

“Las especies silvestres que tienen un amplio rango de distribución, en condiciones ambientales muy variadas, posiblemente han estado en contacto con esas plagas o enfermedades a lo largo de su historia evolutiva y se han adaptado para tolerarlas”, explica José María Iriondo, catedrático del área de Biología y Conservación de la Universidad Rey Juan Carlos.

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