lunes, 27 de diciembre de 2010

Un viaje por los invernaderos de los gigantes biotecnológicos

El impulso científico y económico de las empresas de biotecnología agrícola es imprescindible para poder alimentar al mundo. 
Natasha Gilbert.

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FOTO: Trigo que crece en una de las cámaras de cultivo de Monsanto

“Prohibido regar”, se lee en un pequeño cartel situado junto a unas plantas secas y marchitas de maíz, las menos afortunadas de un experimento para medir la tolerancia del maíz a la sequía. Pocos minutos después de entrar en el gigante invernadero en el que estas plantas intentan crecer, en la sede que Monsanto tiene en San Louis (Missouri, EE. UU.), yo también empiezo a sentir que algo falla en mi genética. Me corren gotas de sudor por la piel y, tal como les ocurre a las mustias plantas, yo tampoco estoy hecha para soportar las temperaturas veraniegas extremas que se recrean en el invernadero. Sin embargo, justo al lado de éstas, observo una hilera de plantas verdes y briosas, mucho más sanas gracias a un gen proveniente de la bacteria Bacillus subtilis que los investigadores les han introducido. La bióloga que se encarga de mostrarme las instalaciones, Dianah Majee, desprende también esa misma energía. No se aprecia ni el más mínimo síntoma de calor en su rostro


Aunque no se aprecie a simple vista, estas plantas y los científicos que las han producido son excepcionales, pues suponen la entrada de Monsanto en la carrera por producir el primer maíz transgénico tolerante a la sequía disponible comercialmente. La carrera está muy reñida, pero tras más de veinte años de investigación y desarrollo (I+D), Monsanto afirma estar a sólo dos años de lanzar estas semillas al mercado. Además, tanto Monsanto como las principales empresas de la competencia esperan comercializar en los próximos años otros cultivos transgénicos resistentes a condiciones extremas como, por ejemplo, terrenos con un déficit agudo de nitrógeno, fósforo u otros nutrientes esenciales.
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FOTO: Maíz con un gen bacteriano para resistir la sequía, a prueba en Monsanto
Para conseguir este tipo de cultivos, Monsanto y otros gigantes de biotecnología agrícola se están alejando considerablemente del que hasta ahora ha sido el mayor pilar del sector, a saber, el desarrollo y la venta de plantas resistentes a pesticidas o herbicidas, tales como el maíz Bt, de la propia Monsanto. Cuando se introdujeron en la década de los noventa, éstas aumentaron las cosechas agrícolas y se convirtieron en la gallina de los huevos de oro para las empresas que vendían sus semillas. Sin embargo, las cosechas se han estancado y, con ello, también los beneficios. Así, el siguiente filón comercial son los cultivos capaces de crecer en terrenos con falta de agua y otros nutrientes. Por ejemplo, en Estados Unidos, los agricultores pierden entre un 10 y un 15% de la cosecha por las sequías o la escasez de agua.


Por otro lado, los cultivos resistentes a este tipo de condiciones extremas son también un factor vital con vistas a solucionar la crisis alimentaria mundial. Para poder alimentar a los 9.000 millones de personas que se espera que haya en el mundo en 2050, es necesario que los países con ingresos más bajos aumenten de forma sostenible el cultivo de alimentos en tierras con escasez de agua y nutrientes. Los investigadores y los políticos son conscientes de que no es posible hacer frente al reto de garantizar la alimentación de todo el planeta sin la ayuda del sector privado, cuyas investigaciones en este campo suponen un porcentaje considerable del total mundial (véase la figura Privado frente a público). Por ejemplo, sólo en investigación, el presupuesto anual de Monsanto es de 940 millones de euros, cifra que incluso supera ligeramente el gasto público total en investigación agrícola del gobierno estadounidense en 2007, que ascendió a 860 millones (estas cifras son las últimas disponibles). Para comprender la magnitud de esta cifra, basta saber, por ejemplo, que el Grupo Consultivo sobre Investigación Agrícola Internacional (GCIAI), principal asociación mundial de centros de I+D en los países en vías de desarrollo, tiene un presupuesto anual de 390 millones.

La unión hace la fuerza
En la actualidad, conseguir cultivos más resistentes se ha convertido en un objetivo común de las empresas de biotecnología y los países en vías de desarrollo, ya sea fruto de la ambición comercial de las primeras o de la necesidad de los segundos. Empresas como Monsanto esperan cumplir esta meta. En junio de 2008, el gigante biotecnológico se comprometió a doblar la cosecha de sus cultivos principales de maíz, soja y algodón antes de 2030, tomando como base el año 2000. En septiembre de ese mismo año, el presidente de la empresa prometió “mejorar la calidad de vida de otros cinco millones de agricultores con recursos limitados”, principalmente permitiendo que éstos tengan acceso a algunas de sus semillas para aumentar la productividad. Otras empresas han adquirido compromisos similares.

Todo ello lleva a otro motivo por el que las plantas transgénicas que crecen en los invernaderos de la sede de Monsanto son importantes. En 2008, esta empresa concedió a la Fundación Africana para las Tecnologías Agrícolas, una organización sin ánimo de lucro dedicada a la investigación situada en Nairobi (Kenia), una licencia gratuita y perpetua que le permitía usar su tecnología para desarrollar cultivos resistentes a las sequías. En caso de que los agricultores de subsistencia comenzaran a tener beneficios en el futuro, Monsanto les podría vender semillas con otro tipo de rasgos. Esta colaboración, que cuenta además con una ayuda de 37 millones de euros de las fundaciones Bill y Melinda Gates (Washington, EE. UU.) y Howard G. Buffett (Illinois, EE. UU.), es uno de los pocos proyectos de gran envergadura en los que el sector público y el privado se han unido para hacer frente a la falta de alimentos en los países en vías de desarrollo. Las empresas sostienen que estas inversiones son inteligentes desde el punto de vista empresarial, ya que les permitirán crear clientes en el futuro a medida que los agricultores de estos países empiecen a generar beneficios y puedan comprar semillas. Además, para ellas es una oportunidad de lavar su imagen corporativa a través de esta acción humanitaria.
Progreso lento
Sin embargo, un lavado de imagen no será suficiente para hacer frente al profundo escepticismo de los detractores de la biotecnología comercial. A juicio de éstos, hasta ahora los cultivos modificados genéticamente apenas han ayudado a los países en desarrollo, como lo demuestra la falta de avance de otras iniciativas humanitarias anteriores. Por ejemplo, el arroz dorado —arroz transgénico diseñado para combatir el déficit de vitamina A— se está desarrollando desde 1990 y los críticos se preguntan a qué se debe semejante demora. Les preocupa que el control del sector privado sobre la propiedad intelectual esté ralentizando el progreso en las investigaciones y critican que estas tecnologías supuestamente revolucionarias aún no hayan servido para alimentar a los estómagos más hambrientos. Según Achim Dobermannel, director general adjunto del Instituto Internacional de Investigación sobre el Arroz (IRRI), situado en Manila (Filipinas) y miembro del GCIAI, “el sector privado no está haciendo lo suficiente”.

Por su parte, Roger Beachy, director del Instituto Nacional de Alimentación y Agricultura, del Departamento de Agricultura de Estados Unidos, duda del compromiso de las empresas de biotecnología en el sector agrícola y se pregunta si han hecho todo lo posible en los países en desarrollo. “¿Cuál consideran que es su responsabilidad en estos países?”, se pregunta. En opinión de muchos científicos, la respuesta a estas preguntas se esconde tras una fachada corporativa.
Ésa es precisamente la razón que me ha traído aquí, al invernadero de Monsanto en el que me estoy marchitando poco a poco, y que me llevó también a visitar otros dos gigantes del sector, Pioneer Hi-Bred (Iowa, EE. UU.) y Syngenta, empresa suiza cuya sede de investigación se encuentra en Reino Unido, para examinar sus laboratorios, invernaderos y campos de pruebas, en los que crece la siguiente generación de cultivos. Además de ver sus instalaciones, mi objetivo era entrevistarme con los investigadores y ejecutivos más experimentados para hablar sobre el futuro de la ciencia, de su negocio e, inevitablemente, de la alimentación en el mundo.
En este momento estoy sentada en el único banco que hay en la sala de espera del edificio A, el principal de la sede de Monsanto, junto a un guardia de seguridad muy amable. Los edificios de la B a la Z se encuentran repartidos a lo largo de los jardines perfectamente cuidados y los enormes estacionamientos que forman el resto de las instalaciones. Monsanto cuenta con alrededor de 5.000 científicos y auxiliares técnicos en todo el mundo y su presupuesto en I+D se divide a partes iguales entre la biotecnología y el cultivo de plantas tradicional (fitomejoramiento). Monsanto, al igual que las otras dos empresas que visité, no desglosa qué parte del presupuesto se destina a proyectos humanitarios.
Los científicos de Monsanto que se encargan de la modificación genética examinan cientos o incluso miles de genes de plantas, bacterias y otros organismos en busca de aquellos que puedan dotar a las plantas de los rasgos deseados. Por ejemplo, el gen de B. subtilis resistente a sequías, cspB, ayuda a las bacterias a afrontar las condiciones extremas del entorno, tales como temperaturas bajas. Cuando se introduce en las plantas de maíz, les ayuda a resistir las sequías desenredando el ARN, que se pliega anormalmente cuando la planta sufre falta de agua. En teoría, la planta puede traspasar esta energía a las semillas, pues ya no tiene que utilizarla para desenredar el ARN.
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Lejos de los sofocantes invernaderos se observan numerosos carteles en seis idiomas que recuerdan el “compromiso” mundial de Monsanto. La empresa promete regirse por el diálogo, la transparencia, el respeto, la generosidad y los beneficios. Bob Reiter, vicepresidente del departamento de tecnologías de cultivo en Monsanto, se muestra sincero al hablar del componente empresarial asociado a su labor humanitaria. Los cultivos que generan beneficios para la empresa a corto plazo en los países más ricos también pueden generarlos a largo plazo en los países con menos ingresos. Según nos explica, “la idea inicial es ayudar a los agricultores de subsistencia para que su situación mejore, por lo que es necesario que haya una vertiente humanitaria. Sin embargo, es necesario pensar en cómo crear un sector agrícola viable en África y no es sostenible distribuir las semillas gratuitamente entre los agricultores de forma perpetua.”
Plan a largo plazo
Éstos son los planteamientos que empujaron a Monsanto a formar parte de esta asociación público-privada con la Fundación Africana para las Tecnologías Agrícolas. No se trata de regalar las semillas de aquellas plantas que crecen bien en los invernaderos, sino más bien de compartir los recursos utilizados para conseguirlo como, por ejemplo, el gen cspB e información sobre otros genes y rasgos resistentes a las sequías que los investigadores están introduciendo en el maíz a través de técnicas de fitomejoramiento tradicionales. Los cultivos que se desarrollen como fruto de esta colaboración se distribuirán de forma gratuita entre los agricultores de subsistencia. En teoría, si un país evoluciona de la agricultura de subsistencia a la comercial, la empresa podría empezar a cobrarle por la semilla.

Antes de eso, sin embargo, Monsanto tiene que plantar la “primera generación” de semillas resistentes a las sequías en los países desarrollados. La empresa ha concluido ya la fase de pruebas de la semilla. Ahora debe obtener la aprobación de las agencias reguladoras federales de Estados Unidos y aumentar la producción de estas semillas. Los investigadores de Monsanto ya están trabajando en cultivos de “segunda generación” que pueden crecer en una mayor variedad de entornos, aunque no sueltan prenda sobre los detalles. Detrás de las hileras de puertas plateadas que llevan a las 108 cámaras de cultivo de Monsanto crece a buen seguro una semilla de maíz aún más resistente.
Ingeniería automatizada
Al norte de Missouri, donde se halla la sede de Monsanto, se encuentra el estado de Iowa. A las afueras del pequeño pueblo de Johnston, las últimas hileras de casas dan paso a un inmenso maizal verde que cubre todo el horizonte. Entre medias se ven algunos trozos amarillos donde el maíz no ha crecido bien a consecuencia de las últimas tormentas, que han inundado parte de los campos y los han dejado sin algunos nutrientes esenciales para que los cultivos crezcan de forma sana, entre ellos, los fertilizantes nitrogenados.

Pioneer Hi-Bred, empresa que forma parte del gigante químico DuPont, vio aquí una oportunidad para mejorar las cosechas de sus clientes. Cuando el precio de los fertilizantes nitrogenados superó los 350 € por tonelada en 2008, casi el doble del año anterior, la empresa reactivó un proyecto de investigación iniciado en 2005 con el fin de desarrollar híbridos de maíz que produjeran el mismo rendimiento con menos fertilizante.
Pionner no llega a ser un gigante del tamaño de Monsanto: en 2009, DuPont destinó 575 millones de euros a I+D en agricultura y nutrición, cifra que incluye el trabajo de Pioneer Hi-Bred en semillas y protección de cultivos. En la actualidad, la empresa ha automatizado el proceso por el que se vinculan los genes introducidos en las plantas con los rasgos deseados. Un robot recoge las plantas de maíz de las cintas transportadoras y otro toma imágenes digitales de éstas para evaluar rápidamente la forma en que los nuevos genes han modificado su crecimiento.
En el caso de Pioneer, los investigadores encontraron un posible gen en el alga roja Porphyra perforata, que crece en entornos con niveles de nitrógeno 100 veces menores que los que necesita el maíz. El gen codifica la enzima nitrato reductasa, que convierte el nitrato en nitrito. El científico Dale Loussaert, que trabaja en el proyecto que estudia este gen, admite que “en realidad, no sabemos exactamente cómo funciona, pero los modelos de la planta en el laboratorio son prometedores y la cosecha tiene buen aspecto”. Aun así, la empresa considera que se necesitarán 10 o 12 años para poder sacar el producto al mercado.
Pioneer también ha llegado a un acuerdo para donar las tecnologías transgénicas, los marcadores moleculares y otros recursos vinculados con el proyecto a una asociación público-privada, a través del proyecto Maíz Mejorado para los Suelos de África, que se inició en febrero de 2010 y cuyo máximo responsable es el Centro Internacional de Mejoramiento de Maíz y Trigo, con sede en México, que forma parte del GCIAI. Este proyecto está financiado con unos 15 millones de euros por la Fundación Bill y Melinda Gates y la Agencia para el Desarrollo Internacional de Estados Unidos. Las variedades de maíz que se desarrollen a través de este proyecto se distribuirán gratuitamente entre las empresas que vendan semillas a agricultores de pequeña escala en el África subsahariana.
Además, Pioneer también participa en un proyecto dirigido a aumentar el valor nutricional del sorgo, alimento de primera necesidad para cientos de millones de personas en África y Asia. El sorgo contiene un alto nivel de fitato, la forma en la que las plantas almacenan fósforo. Esta molécula interactúa en gran medida con los aminoácidos esenciales, la vitamina A, el hierro y el zinc, haciendo que éstos no se puedan digerir. Como consecuencia de ello, quienes se alimentan principalmente del sorgo padecen a menudo desnutrición. Desde que se unió al proyecto en 2005, la empresa ha donado tecnologías por valor de 3,8 millones de euros. Este programa está liderado por la fundación sin ánimo de lucro African Harvest, con sede en Nairobi (Kenia).
Florence Wambugu, fundadora y máxima responsable de esta organización, formaba parte de un panel de asesores científicos de DuPont, por lo que sabía que la empresa estaba desarrollando tecnologías muy útiles para su proyecto de aumentar el valor nutritivo del sorgo. Así pues, se puso en contacto con ellos para pedirles ayuda. Tal como explica, “no se trata sólo de la donación de tecnologías, esto no se reduce a un producto. Necesitamos la ayuda de expertos para gestionar el dinero y dirigir a la gente, y asegurarnos de que vamos cumpliendo nuestras metas”. Marc Albertsen, científico de Pioneer Hi-Bred y uno de los dos investigadores principales del proyecto del sorgo, apunta que las pruebas realizadas en junio demostraron que las variedades transgénicas de sorgo creadas por su empresa produjeron un 80% menos de fitato, un 20% más de hierro y un 30% más de zinc que las variedades convencionales.
Sin embargo, estos resultados no van a aplacar a los críticos. Según Gregory Graff, economista especializado en agricultura, de la Universidad Pública de Colorado en Fort Collins (EE. UU.), la mayor parte del gasto de las empresas en I+D se destina a los cultivos que más beneficios producen, con rasgos como el control de plagas. En cambio, los cultivos más importantes para los países en desarrollo se dejan de lado. Este experto afirma que “sacan a relucir dos o tres ejemplos de investigaciones de carácter humanitario, como los cultivos resistentes a las sequías o el arroz dorado, pero éstas comenzaron hace mucho tiempo y ninguna está lista aún”.
Graff cree que la falta de progreso se debe en gran parte al bloqueo que el sector privado ejerce sobre de los derechos de propiedad intelectual que afectan a tecnologías esenciales, como los marcadores genéticos, las secuencias de genes clave y los “promotores” que regulan la expresión genética. Dobermann, del IRRI, está de acuerdo en que el acceso a la propiedad intelectual supone un problema. En su institución, quieren experimentar con distintos rasgos para mejorar la resistencia de las plantas a las sequías y su eficacia en el uso del nitrógeno, pero se encuentran con “tantas restricciones” en el uso de tecnología patentada que los investigadores de su centro decidieron que “no merecía la pena intentarlo —explicó—. Sólo nos quedan dos opciones: reinventar la tecnología nosotros mismos o utilizar una solución de segunda categoría”.
Por su parte, el vicepresidente del departamento de biotecnología agrícola en DuPont, John Bedbrook, está de acuerdo en que existen “tensiones” en torno al acceso a la propiedad intelectual, pero considera que la empresa tiene que mantener una actitud “objetiva”. En su opinión, si no existiera la propiedad intelectual, lo primero que ocurriría sería que las empresas no tendrían incentivos suficientes para invertir en la investigación. Sin embargo, también cree que éstas podrían tener una actitud “más abierta a la hora de permitir el uso de algunas tecnologías”, como los promotores. Por otro lado, según Reiter, a menudo la concepción que se tiene sobre las restricciones en el uso de la propiedad intelectual es errónea. Cuando los investigadores públicos piden a la empresa acceso a tecnología patentada, es muy frecuente que el tema de su investigación no esté cubierto por ninguna patente. Ello nos lleva a la siguiente pregunta: ¿cuál es el verdadero motivo por el que se están retrasando estos proyectos?
La causa real de la demora
Sobre este punto traté en mi visita a Syngenta, cuya sede en Reino Unido se extiende a lo largo de 260 hectáreas de terreno verde en una zona agrícola de Inglaterra, cerca de Bracknell. Syngenta ha colaborado con el sector público a través del proyecto de arroz dorado, al que se unió en 2001 la empresa AstraZeneca (cuya sección de agricultura comercial se convirtió más tarde en Syngenta). Su objetivo era aumentar la cantidad de precursores de vitamina A en el arroz y distribuir de forma gratuita las semillas entre los agricultores de subsistencia en el África subsahariana (el IRRI, que forma parte del Consejo Humanitario sobre el Arroz Dorado, espera que las semillas lleguen a los agricultores antes de 2012). En el resto del mundo, la empresa mantiene los derechos de comercialización. Sin embargo, algunos críticos ven el caso del arroz dorado como un fracaso agonizante, por el tiempo que está tardando en llegar a buen puerto, y muestran serias dudas acerca del compromiso de la empresa con este proyecto, que parece haberse atascado en una maraña de patentes.

Ingo Potrykus, presidente del Consejo Humanitario sobre el Arroz Dorado y uno de los inventores de este alimento, afirmó que no es cierto. Según explicó, en un principio se pensó que serían necesarias licencias gratuitas para el uso de 70 patentes sobre tecnologías utilizadas en el desarrollo del arroz dorado. Sin embargo, cuando Syngenta se unió al proyecto, sus abogados descubrieron que sólo unas pocas de estas patentes eran aplicables en los países en los que éste se pretendía implantar. Así que, en realidad, según afirma, la propiedad intelectual no ha supuesto un problema grave. “Probablemente sin la cooperación del sector privado nunca habríamos solucionado el asunto de la propiedad intelectual y el proyecto habría finalizado en ese punto”, explicó Potrykus.
Mike Bushell, científico de Syngenta, considera que los motivos por los que los cultivos transgénicos necesitan tanto tiempo son la complejidad tecnológica y normativa. Según apuntó, “la etapa de I+D lleva alrededor de diez años y, cuando ésta acaba, hay que pasar a la fase reguladora”. Este experto piensa que los críticos no tienen en cuenta el tiempo que se necesita para desarrollar variedades de cultivos con rasgos complejos, como la resistencia a la sequía, que requieren el uso de gran cantidad de genes y dependen en gran medida de las condiciones del entorno. Además, para superar los obstáculos normativos, es necesario llevar a cabo infinidad de pruebas con el fin de demostrar que la expresión de un gen es estable y segura.
Coincidiendo con nuestro paso por la “máquina monzónica” de Syngenta, que recrea condiciones atmosféricas extremas, comenzamos a tratar el asunto de los cultivos genéticamente modificados y su regulación. Durante 2004 y 2005, la empresa trasladó de Europa a Estados Unidos el grueso de sus investigaciones en este campo, en parte porque en el viejo continente la normativa para este tipo de estudios era muy restrictiva y porque, además, no existía mercado. No obstante, este año se han percibido algunas señales de que la actitud de Europa con respecto a la modificación genética de cultivos se está suavizando, lo cual, según Bushell, podría ser una buena noticia para los países en desarrollo. Aunque admite que este tipo de cultivos no son el único factor para aumentar la producción de alimentos, en especial, en los países en desarrollo, sostiene que sí son un componente importante, junto con otros como la mejora de las prácticas agrícolas y de los métodos tradicionales de fitomejoramiento.
Nicholas Kalaitzandonakes, economista especializado en agricultura de la Universidad de Misuri-Columbia, que sigue con atención el sector de la biotecnología agrícola, considera que las empresas privadas está realizando unas inversiones sustanciales a través de sus asociaciones con entidades públicas. “Creo que en el sector privado saben que no van a ganar dinero con estos productos en los países en vías de desarrollo, pero aun así quieren distribuirlos. Ahora bien, también quieren protegerse.” Tal como explicó, en caso de que algo fallara (por ejemplo, que la investigación fuera un fracaso, la asociación se rompiera o un alimento transgénico contaminara los productos del mercado local), la empresa podría enfrentarse a una responsabilidad económica muy grande, así como a un desplome de su imagen pública. “No es fácil la gestión del riesgo real y el potencial.”
Esta precaución es una de las razones por las que existen tan pocas asociaciones de este tipo. Sin embargo, Kalaitzandonakes se muestra optimista y piensa que una vez que uno de los productos salga al mercado —ya sea el arroz dorado, el maíz resistente a las sequías o el sorgo biofortificado—, tanto las empresas como los gobiernos y la opinión pública tendrán menos dudas para apoyar al siguiente. En Syngenta también se percibe optimismo. A comienzos de este año, la empresa creó un proyecto junto con el Centro Internacional de Mejoramiento de Maíz y Trigo para la investigación y el desarrollo de variedades de trigo más productivas destinadas a los agricultores de los países en desarrollo. Bushell apunta que la empresa ha aprendido mucho de su participación en el desarrollo del arroz dorado.
En el exterior, los campos de trigo otoñal están rodeados por una amplia franja de hierbas y flores silvestres, diseñada para atraer a las abejas y otros insectos polinizadores. Esta práctica agrícola, que Syngenta espera extender por toda Europa, es otra de las medidas de la empresa para conseguir una agricultura sostenible. La alimentación del mundo en el futuro no sólo depende de los cultivos, por muy inteligentes que sean sus diseños: es necesario que los ecosistemas en los que crecen tengan también un futuro.

1 comentario:

  1. Los quiero invitar a visitar http://lascosechas.com/ donde pueden encontrar características de los cultivos, recomendaciones y todo lo demás relacionado con los cultivos, espero que les sea de gran ayuda.

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